AMOR
IMPOSIBLE, PERO POSIBLE
PRÓLOGO
En las sombras de
mis deseos, dibujo tu rostro secreto. Y te llevo al límite de lo sagrado para
esconder nuestro amor imposible, a ver si un día se hace posible. Con ángeles
de alas negras e infierno de blancas nubes, maldigo por no tenerte y por amarte.
CUENTO.
María vivía en un pueblecito rural de los
muchos que hay en nuestra Geografía; era la tercera de cuatro hermanas en una
familia de creencias rancias y de patriarcado total. Lo que el padre decía era
lo correcto siempre; aunque a veces ella no estuviera de acuerdo, acataba todo
sin rechistar.
Tenía
una amiga íntima con la que compartía aficiones y secretos (esos inconfesables)
que toda quinceañera podía tener: su amiga vivía muy cerca de ella y siempre
quedaban para hacer manualidades en la casa de Susana, que así se llamaba la
amiga. Nunca faltaba a la cita y no precisamente por la costura; era porque
Susana tenía un hermano un poco mayor que ella y María estaba locamente
enamorada de él; sus miradas siempre se cruzaban y el corazón de los dos latía
al unísono.
José era
un mozo de ojos negros y rajados, piel morena,
pelo negro azabache y rizado, que parecía un querubín, y era tanto lo
que se amaban, que los dos se juraron amor eterno.
Un día
paseaban juntos por la calle mayor del pueblo y el padre de María los vio y,
como aquello no le gustó nada, al llegar a casa le reprendió diciéndole que no
quería verla jamás con el hijo de un simple “maestro de pala” (así lo llamaban
por ser el panadero del pueblo), porque él quería alguien más importante para su
hija.
El chico
que, la verdad, era bastante tímido e introvertido, no se atrevió a
hacerle frente y, un poco por su cobardía y por el carácter obediente de
María, ese amor quedó oculto dentro del pecho cubierto con un fanal.
Los dos
siguieron caminos diferentes; él se marcho al Ejército del Aire para hacer
carrera (cosa que logró) y María marcho a la gran ciudad a buscar un trabajo
que le hiciera olvidar ese imposible amor y cada uno por su lado vivieron sin
vivir y amaron sin amar.
Así poco apoco fue perdiendo todo contacto con
su amiga y su familia; nunca supo nada de ellos; cada uno se había marchado a
ciudades distintas para mejorar su calidad de vida.
Ella
nunca se casó, pues muy dentro sentía que algún día podría hacerse posible ese
amor.
Pasaron
muchos años. Él se divorcio y volvió al pueblo donde se había criado, pero ella
se quedó en la gran ciudad y jamás se volvieron a ver. Un día, la llamo una
amiga y le dijo:
-¿Te has
enterado? José tuvo un accidente con el coche y murió; creo que lo han enterrado
en el panteón familiar.
A María
se le cayó el alma a los pies y sintió cómo su corazón lloraba amargamente,
pues, por amarlo tanto, le dio de lado, pero no lo olvidó y seguía esperando
ese milagro del amor.
Como
estaba cerca el día de difuntos, se armó de valor y cogió su coche poniendo
rumbo a su lindo y querido pueblo.
Esperó
al amanecer para visitar el cementerio, sin que nadie notara su presencia,
compró un bonito ramo de rosas blancas, que eran las favoritas de José, y se
acerco tímidamente al panteón familiar de su amiga.
Se
arrodilló ante la tumba y, con el corazón en la mano, fue desgranando estos
versos.
Qué le digo a mi alma tan herida,
qué le digo a la vida de tu
muerte,
qué le digo a mi esperanza ya
pérdida
de recibir tus besos más ardientes.
Sus
lágrimas caían sobre los pétalos de las blancas rosas, como gotas de rocío
mañanero. De pronto, notó una mano en su hombro y se quedo petrificada pensando
que tal vez era su espíritu que al verla llorar quería consolarla, mas al
instante oyó una voz que le decía « ¡María María, mi amor!». Se volvió como si
un relámpago la empujara, y ante ella estaba José, con otro ramo de rosas en
las manos; se fundieron en un abrazo tan deseado, que nadie osaría ni podría
separarlos.
Verdaderamente,
José había muerto, y la llamaba para
poder gozar su amor en el reino de los muertos.
María,
aun sabiendo que para ello tenía que morir, prefirió morir para vivir, y así
hacer posible, su imposible amor.