PARA FLÁVIA
A ti bella niña, quisiera escribirte
lindos versos, y plasmar en ellos tu
belleza y harmonía. Mas mi saber es tan corto3, que no alcanza mi pluma a
describir tanta belleza.
Esperando que algún día pueda hacerte
ese verso, te voy a dar lo que
puedo.
De cuatro Dríades hablarte quiero,
que, en un claro del bosque donde los árboles revestidos de hiedra todo el tronco
luchan por llegar a las alturas, para conseguir ese rayo de sol que los
caliente, mas la floresta es tan densa, que apenas consigue traspasarla, por
eso sus ramas se elevan mas y mas, tanto que, casi tocan el cielo. En ese
lugar, tenían las hadas un templete,
donde disfrutaban de su pasatiempo preferido que era la pintura. Titania,
Áfreda, Láila, y Alvar, esta última, es
la mayor de las cuatro y no tenía la
belleza de las otras tres, ella era diferente, ya que el paso de los años había
dejado huella en su cuerpo y su fino
rostro.
Las cuatro, vestían túnica blanca, con bordados de seda e hilo de oro fino,
sus cabellos dorados como el trigo maduro, les caían en cascada sobre los
hombros desnudos;, sobre su cabeza una diadema de flores los sujetaba, sus pies
calzados con sandalias de cuero repujado, y una hebilla de plata servía para
abrocharlas a un lado.
A sus pies corría manso y cristalino
un pequeño rio, rodeado de flores, era tal la belleza del paisaje, que asombraba
a todo el que lo veía, por eso lo escogieron para sus trabajos, allí la paz y
la tranquilidad reinaba.
Montaron sus caballetes, poniendo sus lienzos en ellos, listos para ser
pintados, en sus manos, llevaban pinceles de Marta cibelina, y una paleta llena de colores como si en ellas
llevaran el arco iris.
Todas menos la última, ella llevaba en una mano, un cuaderno, con tapas
de piel y cantos dorados, adornado con diminutas guirnaldas de flores silvestres,
entre ellas pensamientos y violetas, en
el centro impreso su nombre, Alvar.
En la otra mano, solo una maravillosa pluma de pavo real que, ella
orgullosa enseñaba a sus compañeras como
si fuese un tesoro.
Habiendo contemplado la belleza, de ese lugar y su claro y bello rio, todas
comenzaron su trabajo.
Titania, con su diestra mano había plasmado en su lienzo una gran concha de
nácar saliendo de un tranquilo mar, rodeada de pequeñas olas de espuma blanca,
encima de ella, se erguía una bella dama, con una larga melena tan rubia que
parecía echa de oro fino. Su piel desnuda era como blanca nieve, sus mejillas
tersas como rosas en primavera, rojo cual rubí, eran sus finos labios, y sus
delicadas manos parecían quebrarse entre su pelo con el que, tímidamente
intentaba cubrir su pubis.
En la orilla de la playa, le esperaba una bella mujer, de cabellos cobrizos,
en las manos un manto rojo claro, con estampados de flores negras lo despliega
en el aire, e intenta cubrir con él a tan bella dama.
El azul del cielo brillaba con una luz maravillosa, y de él caían pequeñas
flores sonrosadas: a la derecha, unos tímidos árboles que acompañan a la dama
que en la arena le daba la bienvenida a esa diosa. A la izquierda, sobrevolando
una pareja de ángeles abrazados, contemplan la escena, él le está dando con su
aliento, un soplo de vida a la figura que emergía del mar sobre la concha.
Ella, púdicamente intenta con una
mano tapar sus pechos, pero, solo puede cubrir uno, dejando al aire el otro; es
tan bello su cuerpo, que hasta Titania
se quedo extasiada ante su obra.
Áfreda con sus mágicos pinceles, plasmaba un lugar campestre, donde cuatro
damas ataviadas con refajos
cada uno de un color y lindos corpiños de terciopelo negro, pelo tapado
con un velo blanco de encaje y tul, disfrutaban de un día de asueto.
Al fondo, se divisan unos bellos árboles, y las nubes en el cielo parecían
de blanco algodón: un viejo torreón mira
indiferente como las damas se divierten con una manta y un pelele de trapo, al
que tiraban y volvían a tirar, mientras las damas reían a carcajadas, debía ser
muy divertido, tanto que Áfreda, sonreía también al terminar su obra.
Láila, con su rubia melena esparcida sobre los hombros, decidió pintar algo
hermoso, y con mano firme empezó a trazar una
estancia, con una bella mujer desnuda de espalda sobre una cama con
sabanas de seda negra; recostada sobre su codo.
Se miraba en un pequeño espejo, que un querubín sujetaba con sus diminutas
manos: contemplaba ensimismada su bella cara de mejillas sonrosadas, pelo casi
negro, recogido en un bajo moño que la hacía resaltar su belleza.
Al fondo de la estancia, una cortina adamascada, cubría casi toda la pared
y le daba al aposento un tono sonrosado.
Era tan perfecta su silueta, que el querubín casi ni respiraba ante esa
belleza, así se debió sentir también la bella Láila al contemplar su obra.
Alvar, no necesitaba caballete alguno, solo su magnífico cuaderno, ella era
el hada de la escritura, y solo tenía que poner su impronta en las blancas páginas
que esperaban ansiosas sus letras perfectas, y su magia al escribir esos versos
ya de amor, ya de odio, tal vez de desesperanzas, pero nunca dejarían a nadie
indiferentes.
Eso es sin duda lo que buscaba el hada, que sus poemas fueran eternos como
lo es sin duda, la literatura.
Las cuatro hadas ya casi habían terminado su trabajo, cuando a lo lejos
escuchaban la Égloga de los pastores que
cuidaban sus rebaños; eran un canto tan poco atractivo, que a ninguna le
importó mucho, pues pausadamente las cuatro fueron recogiendo sus enseres y se
introdujeron de nuevo en su templete, quedándose el bosque mudo y silencioso,
solo se escuchaba el canto de un ave solitaria que mas que canto parecía un
lamento.
2 comentarios:
Y ME QUEDO PERDIDO EN EL BOSQUE BUSCANDO A TITANIA... LINDO
Cuanto me alegra verte de nuevo por mi blog...Un abrazo fuerte.
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