CARTA AL CIELO, PARA UNA HERMANA MUERTA
Mí querida hermana: hoy especialmente me he acordado de ti; me desperté
temprano, me levanté de la cama y, calzándome las zapatillas rojas de
terciopelo que me regalaron mis hijas por Navidad, entré en el aseo. Por la
ventana entraba un sol maravilloso. Era una mañana de esas cálidas de
primavera.
Salí al jardín y, al lado de casa
detrás de la higuera, hay un pequeño espacio descuidado, solo hay un algarrobo
y un olivo, ya sabes al que me refiero, ese
del transformador de la luz. Miré hacia él y vi unas lindas margaritas silvestres con sus alargados pétalos blancos y
su botón amarillo en el centro, esas que tanto te gustaban cuando éramos niñas,
y te seguían gustando de mayor. Entré en el descuidado sitio abriéndome paso
entre la maleza que las rodeaban hasta llegar a ellas.
Una a una, las fui cortando hasta hacer un hermoso ramo; llegué a casa y
entré en el salón para coger un jarrón de cristal, lo llené de agua y puse en
él el lindo ramo de margaritas. Pensé dejarlo en el salón, pero me dije: “¡Nadie
las va a ver!, pues ese salón está siempre cerrado”. Así que opté por la
entradita, un pequeño pero coqueto espacio, que da paso a las demás
dependencias de la casa. En la pared, un espejo con un marco de cristal color
burdeos y aplicaciones pintadas en oro le da más amplitud al habitáculo; un
ángel de plata sobre la mesita de hierro negro y encimera de cristal y una
cajita para guardar las llaves, son el complemento que acompaña al jarrón de
cristal tallado donde puse las flores.
En ese lugar las puede ver quien entra y quien sale, y disfrutarán más de su belleza. Viéndolas yo, mis
pensamientos se fueron casi sin darme cuenta a nuestra infancia; recordaba
cuando éramos niñas, las dos siempre
cogidas de la mano corriendo por la dehesa donde nos criamos, y nos tumbábamos
sobre esa alfombra de flores de mil colores que parecía un tapiz y que rodeaba las encinas de troncos retorcidos,
junto a los alcornocales, retamas y abulagas. Nos tumbábamos boca arriba las
dos mirando ese cielo azul diáfano e infinito; y disfrutábamos del aroma que
nos traía la brisa de la tarde. Olía a tomillo, romero, a la floresta que tiene
nuestra tierra; veíamos el vuelo del águila que daba vueltas tal vez buscando
su inocente presa; y a las queridas cigüeñas, que poco a poco habían construido
su hogar de palo y ramas donde criar a sus polluelos.
¡Qué tiempos, querida hermana! Parece que fue ayer y hace ya tantos años...
¿Te acuerdas de aquel día, cuando saltamos la tapia del jardín del amo? El
abuelo no quería que entráramos y nosotras lo hacíamos a escondidas; queríamos ver
cómo el pavo real, esa hermosa ave del paraíso, coqueto, abría su gran cola de
abanico, sus plumas
azules y doradas, dignas de la
paleta del mejor pintor; se pavoneaba haciéndole la rueda a su amada que lo
miraba con ojos de admiración.
Recordé esas noches tan largas de invierno escuchando las bellas leyendas
que nos leía nuestro querido padre; o las del verano, durmiendo en la era sobre
la “parva” de trigo, listo para ser trillado a la mañana siguiente, cuando el
rocío mañanero ya se hubiera evaporado por el sol.
¡Cuántas vivencias y cuántas más podríamos haber tenido, si la muerte no te
hubiera llevado tan temprano, querida mía! Tú te quedaste dormida, con ese
sueño del que nadie despierta, tan dormida, que incluso a la muerte le dio pena
despertarte y mandó a un ángel para llevarte hasta el lucero del alba sin
hacerlo.
¡Cuánto te extraño, querida hermana! Pero tengo la esperanza de que, el día
en que el tren de mi vida llegue a su última estación, tú me estarás esperando en
ese lucero del alba que tantas noches y mañanas admirábamos juntas; y padre nos
decía que era un lejano planeta llamado Venus. Estoy segura, querida, de que
allí las dos podremos disfrutar y gozar de la vida eterna.
¡Descansa en paz, dulce hermana!