EL JARDÍN DE EROS
La noche se cernía sobre la Ciudad de Bagdad: el cielo parecía un espejo de
estrellas relucientes y la luna llena, asomaba su blanca cara entre ellas.
Yo quise ver a esa luna más cerca y dirigí
mis pasos hacia la puerta; crucé el gran salón del palacio todo cubierto
de mármol blanco, casi nacarado; mis pies dejaban su huella en la gran alfombra
Persa del salón.
Abrí la gran puerta de madera, con
aldabas de oro reluciente, y un soplo de brisa acarició mis mejillas.
La luna me miraba con ojos de hada, y al momento vi cómo se acercaba una
carroza tirada por dos caballos alados, blancos como la nieve, y sus crines
relucían como la plata; la luna, me invito a que subiera a esa linda carroza y
yo, obedecí.
Cruzamos raudos como centellas la gran ciudad de Bagdad; a lo lejos veía
las cúpulas del palacio de mis padres, y una intensa niebla cubrió por completo
toda la ciudad: cuando la niebla se
disipó, la carroza se posó sobre un bosque encantado.
Me bajé de la carroza, y me senté
sobre la tierra amarillenta; la luz de la luna descendía sobre mi cabeza, como
radiante rosa temprana de otoño, hermosa y fuerte.
Entonces comprendí, que estaba en el jardín de de Eros, y esperé
pacientemente a que llegara ese amor para mi tan deseado: En un claro del
bosque donde corría manso un arroyuelo; mis ojos atónitos contemplaban el
sensual baile de unas ninfas semidesnudas. Seguí caminando bosque adentro,
mientras mis pies pisaban una alfombra mullida de hojas secas y amarillas, que
yo apenas las notaba de embelesada que estaba ante tanta belleza.
La brisa me traía un olor a madreselvas, y Venus me miraba con ojos de
reina y a lo lejos oía el rumor del agua del
arrollo manso y el croar de unas ranas cantarinas, que me parecía música
celestial.
Montado sobre un unicornio azul, llegó mi amor tan deseado. Su cabello era
rizado y rubio como un querubín; su tez blanca de armiño; sus labios rojos,
como granada recién abierta; su cuerpo de mimbre y nardo; sus ojos como turquesas
me miraban con pasión y deseo.
Bajándose, extendió sus manos hacia mí y en ese momento nos sumimos el uno
en el otro, sintiendo nerviosos el calor de nuestros pechos, bebiendo en la
fuente del placer, y nuestros labios ardientes se besaron.
A través del bosque de Eros, fuimos despacio, embriagados de penumbra y
estío, alzamos los ojos a las estrellas, agradeciéndoles su brillo embriagador.
De pronto, volví a la realidad; y comprendí que era solo una linda quimera, que
jamás pisaría ese maravilloso lugar, y nunca vendría ese amor para mi tan deseado, que tal vez,
para mí este vedado.
Esperanza Mena Sáenz. 17 de
Octubre 20013
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